El viandante entra en el convento, en el vestíbulo, que es un lugar intermedio entre la calle y la clausura separado por el torno. <<Ave María purísima>>. <<Sin pecado concebida>>. Ante el torno que una hermana atiende, se hacen los pedidos o los encargos. Magdalenas, rosquillas, bollos, pastas, tartas... Todo el universo de la pastelería, tocado por las manos femeninas, gráciles, de las monjas.
Los dulces de las monjas no saben a fábrica, a industrialización. Saben a casa y horno de pueblo, a mano de ángel y algo de cielo. Los dulces de las monjas tienen el sabor de lo artesano, dulces hechos con amor, en el tiempo largo que dura el día, repartido entre el <<ora et labora>>. Tiempo de oración y de hacer labores, entre otras, los dulces. Recoger a los desamparados, cuidar a los enfermos de los hospitales, enseñar, son tareas humanitarias de las que se encargan las monjas. También lo es, humana, muy humana, endulzar los malos sabores y las penas con dulces, confites, caramelos, pasteles o tartas. En los dulces, como en la misma vida, está un bien, un mal, un regular. Y está lo muy bueno, lo excepcional, lo supremo. Las monjas con su vocación y oficio, consiguen altas costas de calidad, destacando, en pastas, magdalenas, rosquillas, bizcochos o tartas.
Huelen bien los conventos de las monjas, a dulces, a azúcar tostado, a canela y a esencias, no a berzas y coles cocidas, como era fama que olían los conventos de frailes. Serían aquellos que aplicaban con rigor la regla, muy estrictos en los placeres de la comida, casi vegetarianos. (Por cierto, algunas monjas como las Catalinas, que conservan aún sus huertas, venden tomates, alubias verdes, que guardan el sabor de antes, de aquellas huertas que eran la gloria de Valladolid, desde la ondilla hasta lo que hoy es Covaresa).
Monjas que trabajan en sus hornos, sus huertas o sus bordados. Monjas que todavía se levantan y rezan al toque de campana. Monjas que viven en el retiro de sus claustros, en el silencio, aunque estén en medio de la ciudad, ajenas al tráfico, a las prisas, al ruido de las calles. Monjas que trabajan y rezan.
Huelen las puertas de sus conventos a pan y azúcar tostado, a canela, a dulces, a rosquillas y esencias, a magdalenas, a bollos, a tartas, a almendras y piñones, a miel. Huelen a horno, a hogar antiguo. Ellas hacen el milagro de la harina y los huevos, del azúcar y la canela. Sabor tienen sus dulces, el sabor de los frutos de la tierra y la gracia de sus manos, la gracia limpia de las manos de las monjas.
Amancio Sabugo Abril