lunes, noviembre 26, 2012

Pasteles y Calderonas



Tiempo atrás mi madre era la que me sorprendía con exquisitos ochos de chocolate y los pecaminosos recortes.Que para quien no sepa que son se lo digo yo;Son lo que sobra de hacer las sagradas formas con las que comulgar.
Hoy soy yo el que me paseo de vez en cuando entre estos santuarios no solo para la fe,si no también para el paladar,para degustar de vez en cuando de una palmera de chocolate hecha como dios manda.Y nunca mejor dicho.
La verdad es que no hay nadie como las monjas para llenarnos el estomago.Lo hacen con mimo y con cariño.
Pues si os hablo de las monjas Calderonas de Teresa Gil,puerta con puerta con la Iglesia de Porta Coeli.




Tras una verde y pesada puerta se separa el mundo real del pausado mundo monástico.El torno es el portal que comunica ambos mundos. Todavía se deja oir una suave voz preguntandote que deseas hermano y que sin pecado concebida sea la virgen.

Aquí las cosas van sin prisas,hay tiempo para todo,para la contemplación,la oración,los cánticos,las mismas,el obrador y la huerta.
Y la verdad,que el tiempo dedicado para las pastas y los bollos está muy bien aprovechado.
Estos dulces no saben a grasa industrial ni a maquina.Saben a antaño.Como cuando las cosas sabian a lo que tenían que saber.






Os dejo parte de un texto que he localizado por la red hablando de estas deliciosas monjitas.



  Manos de ángel tienen las monjas para hacer dulces, de ángeles entendidos en repostería, licenciados por el cielo para trabajos tan terrenales.  <<Ora et labora>>.  Siguen rezando las monjas, como antiguamente; pero sus trabajos han cambiado de signo, de las labores de la huerta y los bordados, a la pastelería.

   El trabajo común, si se eleva sobre la rutina y se le pone amor, puede convertirse en artesanía.  Y eso hacen las monjas, hacen las cosas con amor.

   Los pasteles de las monjas tienen el toque humano de sus manos limpias y la gracia de su ángel casero que supervisa la masa y las esencias, el punto exacto en el horno.  Por eso huele tan bien en las calles de algunos conventos, sea por Santo Domingo de Guzmán donde están las Catalinas, sea Teresa Gil, donde tienen su convento las Calderonas.
   El viandante entra en el convento, en el vestíbulo, que es un lugar intermedio entre la calle y la clausura separado por el torno.  <<Ave María purísima>>.  <<Sin pecado concebida>>.  Ante el torno que una hermana atiende, se hacen los pedidos o los encargos.  Magdalenas, rosquillas, bollos, pastas, tartas...  Todo el universo de la pastelería, tocado por las manos femeninas, gráciles, de las monjas.
   Los dulces de las monjas no saben a fábrica, a industrialización.  Saben a casa y horno de pueblo, a mano de ángel y algo de cielo.  Los dulces de las monjas tienen el sabor de lo artesano, dulces hechos con amor, en el tiempo largo que dura el día, repartido entre el <<ora et labora>>.  Tiempo de oración y de hacer labores, entre otras, los dulces.  Recoger a los desamparados, cuidar a los enfermos de los hospitales, enseñar, son tareas humanitarias de las que se encargan las monjas.  También lo es, humana, muy humana, endulzar los malos sabores y las penas con dulces, confites, caramelos, pasteles o tartas.  En los dulces, como en la misma vida, está un bien, un mal, un regular.  Y está lo muy bueno, lo excepcional, lo supremo.  Las monjas con su vocación y oficio, consiguen altas costas de calidad, destacando, en pastas, magdalenas, rosquillas, bizcochos o tartas.
  Huelen bien los conventos de las monjas, a dulces, a azúcar tostado, a canela y a esencias, no a berzas y coles cocidas, como era fama que olían los conventos de frailes.  Serían aquellos que aplicaban con rigor la regla, muy estrictos en los placeres de la comida, casi vegetarianos.  (Por cierto, algunas monjas como  las Catalinas, que conservan aún sus huertas, venden tomates, alubias verdes, que guardan el sabor de antes, de aquellas huertas que eran la gloria de Valladolid, desde la ondilla hasta lo que hoy es Covaresa).
   Monjas que trabajan en sus hornos, sus huertas o sus bordados.  Monjas que todavía se levantan y rezan al toque de campana.  Monjas que viven en el retiro de sus claustros, en el silencio, aunque estén en medio de la ciudad, ajenas al tráfico, a las prisas, al ruido de las calles.  Monjas que trabajan y rezan.
   Huelen las puertas de sus conventos a pan y azúcar tostado, a canela, a dulces, a rosquillas y esencias, a magdalenas, a bollos, a tartas, a almendras y piñones, a miel.  Huelen a horno, a hogar antiguo.  Ellas hacen el milagro de la harina y los huevos, del azúcar y la canela.  Sabor tienen sus dulces, el sabor de los frutos de la tierra y la gracia de sus manos, la gracia limpia de las manos de las monjas.

Amancio Sabugo Abril

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